"-Acaso en la soledad no haya dolor- soltó él junto con una bocanada de humo ondulante de su puro cubano.
Sabía que ella, sentada de piernas cruzadas, una encima de la otra, en
la antigua asana de loto, inmersa en su mundo sutil de la evasión
meditativa, lo escucharía. Y, aunque con unos segundos de retraso por
supuesto, ella reaccionaría.
Sus ojos estaban cerrados, su espalda
perfectamente recta, sus chackras alineados. Y su mente sólo lograba
danzar de nube en nube entre el éxtasis de la creación y la desesperanza
de esos sueños quebrados.
Eso era lo que más le gustaba a él de ella. Confrontarla. Y su cuerpo.
Podía pasar horas inventando ideas ridículas, geniales, ilusorias,
tomando gin tonic y mirándola con recelo, deseo y hasta algunas veces
con superioridad de jugador de ajedrez en situación inminente de jaque
mate, sólo para divertirse en ese mundo pequeño -y paralelo- que su amor
había creado.
-Tres libras de lino- musitó ella un antiguo koan con una sonrisa entre dientes. Sabiendo -y disfrutando- lo que vendría.
-Señorita, le recuerdo que en esta casa no se habla de ni de política
ni de religión- le contestó él en tono irónico y paternal y se levantó
rumbo a la cocina. Tomó el vaso labrado de cristal del estante de
madera. Ese mismo vaso que su abuelo había utilizado para tomar cada una
de las noches de su vida un buen whisky on the rocks mientras leía sus
pasajes preferidos de la Biblia. Abrió la heladera y tomó del congelador
la botella de gin.
Los movimientos de él llamaron la atención
de ella. La energía que destilaba. Ella sabía que había en él algo
extraño, algo místico. Eso había sido lo que la había atraído hacia él
apenas se conocieron en esa casa antigua de escalera de mármol frío y
pisos de madera confortables en el antiguo barrio de San Telmo. El tenía
una mirada diferente. Una tristeza creativa. Una flagelación
consciente.
Incontables veces ella había intentado penetrar ese muro insondable.
Lamentablemente para ella, no había grietas.
Felizmente para él, no había grietas.
El llevó el vaso frío contra su frente y repitió por enésima vez el
chiste que sólo ellos entendían. Ella lo miró con una sonrisa brillante y
rió a carcajadas.
Eso era lo que a él le gustaba: hacerla reír.
Ella se levantó de su almohadón de meditación y dio un salto hasta la
biblioteca ubicada en la pared al lado del ventanal abierto. Era un día
apacible, tranquilo. La brisa que entraba desde la calle hacía volar las
cortinas de seda traídas de la India. Ella fue buscando con su dedo
índice uno tras otro el libro elegido en su mente. Al encontrarlo lo
tomó y se giró para mirarlo a él. El la miró con respeto inocente.
Con tono serio, soberbio y maternal ella leyó: -Y el Buddha dijo: "Las
penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en
este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y
están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido.
Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido
en ningún lugar de este mundo" cierro cita- dijo orgullosa, esperando
que él contestara.
-¿Tampoco vale tener un amorío, entonces, con una chica de otra provincia?- dijo él sonriendo, escondiendo su tristeza.
-Pareciera que tampoco vale que a mí misma me des un beso.
Los dos quedaron en silencio. Sintieron en su alma tanto el dolor como
el amor y la impermanencia de ambos. Se miraron a los ojos por unos
segundos. Eso era lo que les gustaba al uno del otro: saberse que se
pertenecían, muy a pesar de la vida.
Ella salió del trance. Miró hacia el suelo y decidida tomó su bolso.
-Es tiempo de irme. Está anocheciendo.
El la miró sintiendo la soledad que en unos segundos lo envolvería. La
vió irse hasta que ella logró perderse entre la gente de esa calle
concurrida a esa hora de la tarde, en esa ciudad sin respiro.
Ella caminó y caminó en soledad, sólo para liberarse del dolor."
- texto Soraya Souto-
imagen Sandra Flonembaum
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